La IA no es oráculo ni amenaza mística: es un espejo con herramientas. Correlaciona, no comprende. Su valor depende de los datos, objetivos y límites que elegimos. Si confundimos probabilidad con verdad, erramos. Sin curaduría y trazabilidad, puede amplificar sesgos; con diseño cuidadoso, ilumina patrones útiles.

En el trabajo, conviene verla como exoesqueleto cognitivo: amplía alcance, no sustituye juicio. Seguimos siendo insustituibles en deliberación moral, negociación de matices y empatía. Recordemos costos materiales —energía, agua, hardware— y fallas —opacidad, alucinaciones—. Exijamos transparencia, auditorías independientes y explicabilidad proporcional al impacto cuando decide sobre vidas.

Para usarla bien, practiquemos una liturgia mínima: definir el problema real, estimar daños, examinar sesgos, considerar excluidos y firmar con responsabilidad. Gobernarla no es frenarla: es orientar incentivos hacia el bien común. Cultivemos criterio, creatividad, cooperación y alfabetización algorítmica para que la prisa no reemplace la ética.